
En muchas ocasiones, los escolares disfrazan la realidad para salvarse de una reprimenda de los maestros por llegar tarde o no haber hecho la tarea. También cuando pequeños, resulta una “gracia” adornar un hecho o exagerarlo para provocar risa y ganar el interés de los interlocutores. Así se inoculan los primeros atisbos del asunto. Luego deviene un mentiroso patológico a quien pocos creen y todos compadecen.
A diferencia de lo que pudiera pensarse, los mentirosos abundan y sí hacen daño. Quizás no dejan huellas físicas en los afectados, pero sí lesionan de otros modos. Y es peor. Esos mismos que en alguna ocasión dijeron una “mentirita” de niño, cuando adultos pueden igualmente jugar con los sentimientos de una pareja, hacerle creer a alguien lo que no es, incluso inflar globos en un informe económico.

En la familia, la mentira puede traer cicatrices para toda la vida. El engaño a los padres para llegar tarde a casa, con quién andan los hijos o qué hacen al salir de la escuela, se adorna con frases aparentemente inocentes. Sin embargo, el origen viene casi desde la cuna. Donde la verdad no camina, comienza el aprendizaje de mentir.
Existen numerosos refranes y proverbios sobre la mentira, entre ellos se dice que tiene las patas cortas. Y cuando se alcanza se puede perder la confianza de sus seres allegados o la credibilidad pública, ante los compañeros, subordinados o jefes. La mentira suele convertirse en una madeja de la cual es difícil encontrar la punta del hilo y salir ilesos.
Claro, la verdad cruda y dura también tiene su lugar y ocasión para decirla.
La mentira tiene sus rasgos bien definidos y casi siempre propósitos para nada ingenuos.
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